martes, 25 de noviembre de 2008

LAVIOLENCIA Y LOS JÓVENES

LAVIOLENCIA Y LOS JÓVENES

El análisis de esta realidad es una buena oportunidad para que nos genere preguntas.
Si hay una característica de esta época es la pérdida de aquellos relatos que intentaban explicar y ofrecer un horizonte de respuestas y promesas. Pensar nuevas respuestas es imprescindible porque ya no hay recetas, cayeron los ídolos, los modelos.

La imagen que me surge de esta época y sus jóvenes, es la de la intemperie

La diversidad y multiplicidad en las formas que toman los jóvenes para presentarse y existir en la sociedad es heterogénea. Cada sector social y cultural ofrece ciertos rasgos que ellos toman, contra restan, se rebelan para resolver de alguna manera esta crisis que fue empujada por sus movimientos internos puberales.

La gran mayoría son jóvenes urbanos y marginales. No es un dato menor que según estadísticas elaboradas por diferentes centros de estudios provinciales y nacionales, el 60 % de los jóvenes se encuentre por fuera de los circuitos institucionales, ya sean éstos escuela, hospitales, trabajos etc
Algunos rasgos que se observan, es que viven agrupados en “tribus” (conformación social diferente al “grupo” según Maffesolli): Emos, Dark, Punk, Flogger, Cumbieros, con lazos sostenidos por algunos rasgos como: el estilo de música, la vestimenta, los accesorios, el barrio, el color de piel.
Como tribus, luchan” por territorios: en las aulas, los patios repartidos; los barrios, las plazas y sus esquinas.
Tienen la vivencia temprana de una fuerte discriminación, inclusive hasta los que “pertenecen” a alguno de los grupos. Las pertenencias grupales son efímeras, situacionales, basadas en una afectividad sin profundidad; no construyen o se sostienen en sistemas ideológicos o representaciones simbólicas.
Crecen con la vivencia cotidiana de la muerte de: compañeros, vecinos o familiares por violencia, accidentes o consumo de drogas.
Las calles son espacios públicos del sin sentido del transcurrir, el deambular, de un ir y venir sin rumbo.
Gozan de un tiempo de ocio que los carcome en forma muda. Está presente siempre el aburrimiento (es ese sentimiento de no encontrarle sentido ni lugar al existir).
Se visibilizan en ámbitos públicos: las plazas, algunas esquinas. La cárcel puede ser una posible institución “acogedora”.
Su andar es cansino, como arrastrándose.
Sus cuerpos están encorvados, con la mirada al piso, marcados por tatuajes, pinchazos, golpes y cortes (como bautizos iniciáticos intencionales, búsqueda de sensaciones extremas para sentirse vivos o por peleas). Se sienten existir… en el borde del riesgo, por eso la búsqueda de actividades y acciones que los pone en serios peligros.
Las relaciones cotidianas de estos jóvenes están impregnadas y dominadas por la imagen. Los intercambios verbales se realizan mediante frases cortas, “prefabricadas”, con palabras populares, insultos. Los intercambios incluyen golpes, roces, gestos faciales y corporales.
Los jóvenes presentan serias dificultades para reconocer el lugar de la autoridad y una desconfianza de que ésta pueda ejercer “justicia” u “ordenar”. Esta ausencia de autoridad los deja en la soledad, en una extrema fragilidad y vulnerabilidad, puesta de manifiesta como un ir temerario, sin límites.
Ante conflictos entre pares o con las autoridades, la modalidad de resolución más general es el golpe, la amenaza, la revancha o el desquite, terminan resolviéndose con “justicia por mano propia”: “Si me la pegan, se la doy” “Es él o yo”. No hay posibilidad para pensar, calcular, para ponerse en el lugar del otro, en que el otro tiene y puede existir por derecho propio. Pareciera que el otro, es sólo amenaza (a la integridad, a la sobre vivencia)
El tiempo ha quedado pegado al instante, al presente, a lo inmediato, a la descarga sin mediación ninguna, a la descarga de las “ganas”, al porque si sin medir consecuencia y responsabilidades. No creen en un porvenir porque no hay promesas de futuro. Tampoco hay memoria. Es frecuente que al intentar reconstruir su historia no recuerden nada, no sepan sobre sus abuelos, sobre su pasado.
Por nada vale la pena postergar, aplazar, esforzarse. Como consecuencia, la no mediación de las acciones con el pensamiento, y la aparición de emociones básicas (miedo, terror, euforia).

Estos malestares juveniles hablan de la “crisis del lugar del adulto”. Tanto en las familias como en las escuelas, no hay muchos adultos presentes (adulto como función no tomo una cuestión cronológica que sólo indica años de vida) es decir, atentos a lo que les pasa, a lo que sienten, piensan.

Rota la trama que como seres humanos nos hacer ser, lo simbólico, puesta en crisis la transmisión de esa herencia de la que hablaba en la primera parte, cuestionada el lugar de la autoridad, con lazos sociales tan débiles y vulnerables, la experiencia es “vivir en la intemperie”.
¿Qué se puede hacer?
Poder pensar e interrogarse por la desesperanza, la desprotección, la perentoriedad, el miedo, la inseguridad que genera la vivencia de la intemperie (de y en lo humano) es ya una salida. Poder asombrarse con lo que nos sucede a diario es una manera de no dejarse atrapar por la modorra, la anestesia o la comodidad. Como me dijo una joven de 17 años: “Yo se que todo esto pasa, lo vivo a diario.. lo peor es que ya no me asombra”.
Y ofrecerles una escucha atenta, que sostenga y sea soporte para crecer.
Ps. María Cecilia Asensio

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